Recuerdo del día que hice la revisación para el servicio militar (aún) obligatorio. Teníamos que ir en ayunas, casi de madrugada, a un regimiento y esperar horas para diferentes exámenes que nos evaluaban si éramos aptos. Lo fui: apto A, la categoría más alta. Pero nunca me llamaron por ser número bajo. Lo importante, igual, no es esta disquisición. Recuerdo sí que al salir del regimiento, pasado ya largo el mediodía, todos los muchachos -hambrientos- empezaron a soñar qué iban a comer al llegar a sus casas.
– Le voy a pedir a mi vieja unas milanesas con huevo.
-Muchos fideos con tuco, son caseros -rebatió otro.
-Un bifacho con puré, jugoso, grueso. Seguro que ya lo tiene casi hecho -se relamía el flaquito de al lado.
No sé por qué se me grabó esa imagen. ¿Será porque hoy atrasa cuando antes era tan usual? La madre en casa, dando afecto con la comida. La seguridad que al llegar, más allá de la hora, ella iba a estar sartenes en mano, el mantel (¿de hule, en la cocina?) impecable, el sifón de soda preparado.
Apenas leí esta historia de una mujer que se volvió fanática de River para tener un espacio en común con su hijo, sobrevolaron esas memorias de la revisación. A sus muchos años, ella no quiso estar asociada sólo a los aromas de un plato de comida o a un pullover tejido a mano sino que decidió entrar a un terreno que no era el suyo. Lo hizo sin permiso, con la certeza que compartir triunfos y derrotas une de manera indeleble. Son caminos recorridos juntos. Generalmente el varón lo hace con el padre, ¿pero quién dijo que eso era ley?
Me gusta esa actitud. Creo que muchos debiéramos explorarla. A menudo limitamos la intensidad de nuestra vida por vergüenza, porque eso no es usual, porque ya estamos viejos, porque no me quiero esclavizar con algo nuevo. Porque y porque. Pero en el fondo nos queda un dejo de no habernos animado. ¿No sabemos, acaso, que para eso están los trampolines? Hay que subirse y entender que el salto no es imposible. ¿Nos da miedo de cabeza? De parado alcanza, lo importantes es lanzarse.