Más de una vez sucede pero siempre tiene algo de revelación. Ocurre sobre todo al comienzo del día, cuando la luz pasa a través de las rendijas de la persiana baja y llena la habitación de gotas naranjas.
Vos dormís y yo hace rato estoy despierta, sentada en la cama, con la notebook prendida y sobre mi falda. Te miro dormir. Me atrae tu nariz de ángulos fuertes y carpintería irregular. Me gusta cómo combina con las pecas que todavía conservás, con tus pestañas largas, con tu barba castaña y en partes rojiza. Me conmueve tu estar liviano, despierto o dormido.
Quiero juntar mi frente con la tuya. Darte un beso. A veces corro la notebook y lo hago y te movés apenas. Entonces paro. Pero la tentación es parecida a la de estar frente a un ramo de jazmines y no poder evitar olerlo una y otra vez. No sé bien en qué pienso cuando te miro.
Algo se ordena: me olvido por un momento de la pieza desbalanceada, errática, que se mueve dentro de mí. Puedo despegarme de mis obsesiones. Nada me queda lejos, por nada corro, nada debo. Es magia y seguridad juntas, la garantía de no necesitar más que esto.
Ese sentimiento no aparece siempre, suele pasar más a menudo arriba de un micro o un auto, mirando el mar o caminando en las sierras. Pero esta es una calma sin traslado, sin búsqueda, sin esfuerzo.
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