El vía crucis al que Marty Byrde arrastró a su familia, tras su conversión de asesor financiero en lavador de dinero para un cartel mexicano, es una calibrada procesión donde cambian los personajes pero el enigma permanece. ¿Cómo puede hacer equilibrio entre los delitos que detona y conservar, al mismo tiempo, valores que impiden peores catástrofes? Walter White, la creación de Breaking Bad que fue su sombra, abandonó pronto los grises, pero Marty Byrde no. Es un personaje complejo donde el espectador se proyecta, busca alguna expiación, y es un gran acierto de Ozark.
Todo eso y mucho más tiene su colofón en la segunda parte de esta cuarta temporada, que es virtualmente una quinta. Según dio a entender Chris Mundy, showrunner de la serie, este 2×1 es un modo de apurar el delicado castillo de naipes antes de que se desmorone, sin al mismo tiempo agobiar, entregándolo todo de golpe. En ese sentido, la estrategia funciona: lo que ya está disponible en Netflix propone otro giro de tuerca novedoso y, claro, apresurado.
Para recapitular el laberinto narrativo, Omar Navarro (Felix Solís) presionó a Marty y Wendy Byrde (Jason Bateman y Laura Lindley) para ser entregado al FBI con un masterplan: a cambio de su libertad, delatará cada paso de su violento sobrino Javi Elizondro (Alfonso Herrera), su heredero del cartel. Pero lo que el bureau en realidad desea es el flujo narco, reteniendo a Navarro de un modo delicadamente mafioso por un lapso de cinco años antes de su liberación.
Por su lado, los Byrde quieren blanquearse mediante la filantrópica Byrde Family Foundation, que necesita donaciones de la farmacéutica Shaw Medical Solutions, al tiempo que están condenados a ser el nexo con el FBI y fingen fidelidad a Elizondro, que desea acaparar todo: se impone a Clare Shaw, reclamando un porcentaje de acciones, y quita del medio a Darlene Snell, la desquiciada redneck dueña de una plantación de opio. De paso, Javi también asesina a Wyatt, el joven recién casado con Darlene, en una de las parejas más desparejas que se recuerden. Si bien un personaje menor, Wyatt era el primo mimado de Ruth Langmore (Julia Garner), y el asunto se vuelve serio.
El final de Ozark tiene el andamiaje de un western narco con varios vengadores en danza. Mientras Ruth busca el paradero de Javi con una pistola en la guantera, el padre de Wendy, Nathan (Richard Thomas, un clásico actor recordado por Los Waltons), se instala en el motel-lavadero Lazy-O para indagar el paradero del “desaparecido” Ben (Tom Pelphrey) y arreglar cuentas pendientes con su hija.
El tablero de vendettas se completa con la reaparición de Rachel (Jordana Spiro), primera perjudicada por el programa de lavado de Marty, y Camila Navarro (Verónica Falcón, tercera en discordia del cartel mexicano). Frente a este tembladeral, son Bateman y Linney quienes mantienen en vilo una trama tan rebuscada que de otro modo se diluiría en minutos. Los actores refinaron su don para tornar en comedia situaciones dramáticas. Bateman, que de la comedia viene, es a esta altura el mayor crack del lenguaje no verbal. Y Linney tiene a Wendy al borde del ataque de nervios: ya no funcionan sus sonrisas cínicas ni el latiguillo “estamos tan cerca”, cuando su familia se niega a otro desaforado plan.
Estos últimos siete capítulos concentran esas virtudes, como también los giros, que terminan resultando fastidiosos: ¿Tal personaje es bueno o malo? ¿Muere o seguirá viviendo? La falta de resolución es la constante de esta serie, cuyo “final” no parece tal. Pero a esta altura, lo cierto es que no queda margen para más dilaciones.
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