Era costumbre llegar temprano al Cilindro. Incluso cuando había Copa y era día de semana. Las luces, el césped que de noche parecía más verde, las tribunas. Eramos pibes y todo nos parecía majestuoso. Ibamos a la parte alta y sentados veíamos como la cancha se llenaba.
El ritual de Abel empezaba recordando los domingos de las décadas del 60, cuándo él tomaba el tren y después el colectivo. Tenía que llegar de Tapiales a Avellaneda para “conseguir lugar y ver tercera, reserva y primera”.
En el relato había detalles, precisiones e imágenes. Pero no era completo sin un ingrediente clave. Había que esperar que pasara el vendedor de maní y comprarle. Lo entregaba en bolsitas de papel madera y en general estaba caliente. Una sola no alcanzaba. Y a medida que las cáscaras caían sobre la tribuna, en la charla aparecían recuerdos del tipo “yo estaba atrás de ese arco en el 66, cuando el equipo de José le ganó un clásico a Boca y quedó cerca del título. Y grité tanto el gol que casi me desmayo”.
De pronto, en otra noche de fútbol de este año, Germán y yo, que somos los hijos de Abel, descubrimos que heredamos la costumbre de llegar temprano al Cilindro. Sentados en la popular, mientras la cancha se llenaba, vimos pasar al vendedor y, por separado, tuvimos la mima idea: comprar la bolsita de maní, ahora envuelto en celofán. Le contamos la historia a Felipe, Eugenia, Malena, Joaquín y Manuel, los nietos de Abel. Y a él, que ahora prefiere ver los partidos por la tele, le mandamos una foto para compartirlo. Porque su ritual, para nosotros, es un legado.
SC