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“Confiar en que el crecimiento solucione todos los problemas es una posición ingenuamente optimista”

4 semanas ago
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“Confiar en que el crecimiento solucione todos los problemas es una posición ingenuamente optimista”
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– Solo Argentina y Venezuela tienen en 2022 más pobreza que en 2010. ¿Cómo explicaría el caso argentino, cómo explicaría esa verdadera tragedia social?

– El factor central fue el estancamiento económico. La economía no crece desde hace una década y sin el estímulo del crecimiento es muy difícil bajar la pobreza. Tampoco hubo mejoras distributivas. La desigualdad hoy es semejante a la de 10 años atrás. Sin crecimiento y sin mejoras distributivas es imposible pretender que la pobreza caiga. El desempeño del resto de América Latina fue bastante mediocre en esas dos dimensiones, pero mejor que el de Argentina.

– Usted señala en su libro a la corrupción como un factor importante para explicar la pobreza. Para el caso de Argentina, ¿no termina siendo un problema de segundo orden frente a políticas claramente equivocadas como, por ejemplo, los subsidios a las tarifas, que desembocan en un mega problema estructura, y en desequilibrios fiscales que terminan generando más inflación, el peor enemigo de los pobres. En resumen, y para el caso argentino, ¿no termina siendo más dañina la mala gestión que la corrupción?

– Es difícil establecer un orden de relevancia entre los factores que explican fenómenos tan complejos como la pobreza, la desigualdad o el crecimiento. Es claro que tanto las políticas equivocadas, como los problemas en la gestión, como la corrupción, aportan al fracaso económico y social, pero es muy difícil cuantificar las culpas de cada uno. En sociedades donde el nivel es moderado, posiblemente la corrupción sea un factor de segundo orden para explicar el atraso. Pero en casos donde la corrupción es alta y generalizada, se vuelve un factor de primera importancia. Si la evasión es la norma, si en el sector público hay filtraciones por todos lados, si la Policía y la Justicia funcionan mal: todo eso termina afectando las posibilidades de progreso, generando más asimetrías y complicando mucho la lucha contra la pobreza.

– En los últimos tiempos se está hablando de mejorar la distribución del ingreso. ¿Es posible aplicar alguna medida efectiva, en un país que no logra crecer hace diez años?

– La desigualdad es un problema complejo y multicausal, por lo que no hay una medida única que solucione o alivie significativamente el problema. No encuentro una medida de política que se aplique en otros países y no exista acá, y que haga realmente la diferencia. Ojalá existiera y entonces el problema de reducir la desigualdad sería más sencillo. Pero no creo que exista, y entonces el problema se vuelve más complicado, porque implica gestionar mejoras en muchas áreas: en el sistema tributario, en el gasto social, en el acceso al crédito, en la educación, en el mercado laboral, en la macroeconomía, entre otros.

– ¿Le llama la atención que el “índice GINI” forme parte de la conversación pública cotidiana?

– Sí, me llama un poco la atención porque es un indicador técnico relativamente complejo de calcular. Pero me alegra que su uso esté instalado en la discusión pública. Le hubiera alegrado también a don Corrado Gini, un estadístico y sociólogo italiano que propuso este índice como medida de desigualdad hace más de 100 años. Me asombra además el contraste con las discusiones sobre pobreza, donde se usa un indicador demasiado básico, que es la proporción de personas pobres, en lugar de indicadores de pobreza más amplios.

– ¿Es válido, como parece ocurrir en estos días, poner en primer plano el problema de la desigualdad, cuando el problema acuciante es la pobreza y la indigencia? ¿El problema de la desigualdad no viene después de que esté resuelto el problema de la pobreza e indigencia? ¿O están íntimamente ligados pobreza y desigualdad?

– Me parece que en muchos casos plantear la antinomia de bajar la pobreza versus bajar la desigualdad es poco conducente. Mejorar la educación de los grupos vulnerables reduce la pobreza y también la desigualdad. Bajar la inflación desde los altos niveles actuales tiene el mismo efecto sobre los dos problemas sociales. Pero dicho esto, hay situaciones en que sí puede surgir un conflicto. Si un gobierno se pone como objetivo reducir la desigualdad a cualquier precio, puede entrar en conflicto con el objetivo de reducir la pobreza. Hay una forma de reducir las desigualdades rápidamente; las expropiaciones del capital, la reforma agraria, la fijación de grillas salariales uniformes. Muchos países siguieron ese camino en el siglo pasado y lograron bajar la desigualdad; pero generaron incentivos muy malos para el crecimiento, lo que complicó el objetivo de bajar la pobreza. En resumen, el objetivo de bajar la desigualdad es genuino y deseable, pero uno tiene que regular las políticas redistributivas para no llegar nunca al extremo de comprometer la lucha contra la pobreza.

– ¿Qué opina de la teoría del derrame? ¿Funciona?

– Creo que confiar en que el crecimiento solucione todos los problemas es una posición ingenuamente optimista. El capitalismo desregulado es un sistema con poderosos incentivos para el crecimiento, pero con consecuencias distributivas inciertas. De hecho, los países que admiramos son capitalistas, apoyan el libre mercado como motor del crecimiento, pero lo regulan fuertemente para que el derrame les llegue a todos: tienen tasas impositivas altas, salario mínimo, sistemas de protección social, gasto social alto, políticas redistributivas.

– El CEDLAS, que usted dirige, alertó, con un trabajo muy comentado, sobre el sesgo pro-ricos de la política tarifaria. A su entender, y siendo que en este tema se cruzan aspectos relacionados a la equidad y también a cuestiones de equilibrio fiscal, ¿cuál sería el camino virtuoso para resolver el problema de los subsidios a los servicios públicos?

– Está claro que la situación actual es insostenible. Mantener un esquema de subsidios que es regionalmente asimétrico, distributivamente pro-rico y presupuestariamente muy oneroso no tiene ningún sentido. Creo que hay que ir desarmándolo de a poco, con un esquema gradual, con un cronograma predecible que se inicie por quienes tienen mayor capacidad de pago. Y con una campaña fuerte de concientización del problema, y de los ajustes necesarios.

– Se dice que para resolver los problemas de pobreza se necesita un giro de 180 grados en lo económico, abrir la economía, integrarse al mundo, liberar ataduras a la producción. Si usted está de acuerdo en eso, ¿cómo se lograría aplicar dichos cambios y administrar las indudables tensiones sociales?

– Comparto en que para volver a crecer y bajar la pobreza son necesarios cambios, pero no de 180 grados. Por dos razones. La primera es que los cambios que necesitamos no son necesariamente radicales. Hay que abrir mas la economía, pero no reducir los aranceles a cero; hay que consolidar impuestos y bajar la presión tributaria efectiva, pero no prometer eliminar muchos impuestos de forma irresponsable; hay que hacer más eficiente y quizás más chico el Estado, pero no minimizarlo. Los países desarrollados no están a 180 grados de donde estamos nosotros, no están en las antípodas. La segunda razón es que, aun si necesitáramos cambios radicales, hacerlos de manera abrupta genera una cantidad de tensiones sociales que es muy difícil manejar. Más aun, esas tensiones en algún momento se desbordan y generan una vuelta atrás en las políticas y un giro de 180 grados, ahora en la otra dirección. Es el péndulo que hace imposible el progreso.

– La década de los años noventa se caracterizó por un fuerte crecimiento económico, importante ingreso de capitales y al mismo tiempo una disparada del desempleo. Retomando la pregunta anterior, si la Argentina se alinea con el mundo, ¿ese fenómeno de creación de riqueza y desempleo podría repetirse?

– Depende de cómo sea el proceso de mayor integración. Si es desregulado, abrupto y con una red de protección social frágil, como en los noventa, el resultado puede ser parecido: aumento del desempleo, la pobreza y la desigualdad, en un contexto de crecimiento del PIB. Pero creo que hemos aprendido de esa experiencia y hoy tenemos muchos más mecanismos de protección social, por lo que una mayor integración al mundo no necesariamente tendría que ser tan traumática como en esos años.

– ¿Qué se está haciendo bien y qué no en materia de planes y asistencia social? ¿Qué debería modificarse?

– Creo que hay un conjunto básico de programas de transferencias monetarias automáticas (en especial la AUH) que son útiles para ayudar a reducir la pobreza y la desigualdad en el corto plazo. Son relativamente fáciles de implementar, administrar y monitorear; tienen bajo nivel de clientelismo, tienen un impacto directo y concreto sobre el nivel de vida de los beneficiarios y a partir de sus condicionalidades pueden servir para incentivar la escolarización. Claramente, no son la solución a los problemas sociales profundos, pero su relevancia no es menor en un contexto donde otras políticas son inviables o tienen impactos muy graduales. Dicho esto, veo dos problemas principales en materia de política social. El primero es que casi no ha habido esfuerzos para mejorar el diseño de esos programas, para hacerlos más focalizados, más eficientes, con menores interferencias sobre las decisiones de formalización. El segundo problema es que la política social se ha ido volcando cada vez más hacia programas discrecionales, gerenciados, con intermediarios. Hay problemáticas puntuales en que esa intermediación es necesaria, pero creo que ha tomado una escala exagerada, en detrimento de otros programas sociales más automáticos, como la AUH.

– ¿Además de las correcciones que usted menciona, qué otras acciones o medida recomendaría hacer ya mismo para enfrentar el problema de la pobreza?

– La pobreza depende de factores estructurales y del contexto macroeconómico. Cambiar los factores estructurales lleva mucho tiempo. Lleva tiempo ampliar y mejorar la educación, la infraestructura barrial, el acceso al crédito, modificar factores culturales, facilitar el empleo formal y tantos otros. Ningún cambio que se inicie hoy va a tener un efecto visible mañana. Después está el contexto macroeconómico. Sin duda, controlar la inflación y apuntalar el crecimiento permitiría bajar la pobreza. Pero está claro que tampoco es fácil hacer esto de un día para el otro. Lo único que queda como medida urgente, que se puede instrumentar en poco tiempo, es reforzar la ayuda social, idealmente en programas automáticos con reglas claras y condiciones de finalización. Pero son paliativos, remedios que alivian los síntomas de un problema que continúa y que requiere un tratamiento largo.

– ¿Está de acuerdo con la idea de que la política de planes sociales permitió el crecimiento de “gerenciadores de la pobreza” que terminan intermediando y lucrando entre el Estado y las personas?

– Hay programas que necesitan de intermediarios; de personas que conozcan las necesidades puntuales, que tengan llegada, que organicen, que puedan dialogar a la vez con la gente y con las autoridades. Cumplen una función socialmente útil. Pero hay dos problemas. El primero lo mencioné antes: las políticas que requieren intermediación son acotadas; no creo que la política social entera deba sesgarse hacia ese esquema. El segundo problema es que a veces esa función intermediadora se desnaturaliza en clientelismo y lucro. Obviamente eso hay que combatirlo, pero la solución no me parece que sea intermediación cero.

– ¿Qué hacer con la educación hoy? Pareciera que tal como se la ofrece en la Argentina, sobre todo a los sectores más rezagados, dejó de ser la herramienta para subirse a la movilidad social. Y sobre todo en un mundo donde el manejo de la tecnología parece crucial para ingresar al mundo laboral.

– Yo creo que más que nunca la educación es el principal ascensor social. El problema es que ya no alcanza con un secundario completo, mucho menos si ese secundario es de mala calidad. Si logramos que un chico de origen humilde acceda a una educación razonable, de cierta calidad, la probabilidad de que sea pobre en un futuro no muy lejano será casi cero y la probabilidad que ascienda en la escala social muy alta. Pero hacer esa “revolución educativa” evidentemente no es fácil.

– Hay un debate sobre las partidas presupuestarias dedicadas a los adultos mayores y a los niños, en el sentido de que deberían incrementarse las orientadas a la infancia. ¿Cuál es su posición al respecto?

​- Creo que hay un desbalance evidente entre las políticas destinadas a los adultos mayores y a los niños. Entiendo que es un tema sensible y que es difícil establecer prioridades y merecimientos. Pero en algún momento hay que plantearse ese desbalance y reforzar más las políticas destinadas a la infancia.

– ¿Por qué se propone en su libro “discutir el concepto de desigualdad”? ¿Qué es lo que propone discutir?

– El subtítulo del libro es Una guía para pensar la desigualdad económica. Ese subtítulo reconoce que la desigualdad es un fenómeno que hay que discutir, que hay miradas distintas, que hay asuntos que no están claros, que no es obvio cuáles desigualdades son problemáticas y cuáles no, que hay debates sobre cómo medir las desigualdades, sobre cuáles son sus principales determinantes y sobre cómo reducirlas. El libro pretende hacer dos cosas frente a este panorama: proponer un orden para pensar el fenómeno y acompañar esa reflexión con datos, con información, con evidencia empírica.

– Usted cita la obra de Acemoglu y Robinson, dos autores que resaltan el valor de las instituciones como base para la generación consistente y a largo plazo de riqueza. ¿Qué falla en Argentina en ese sentido?

– La fragilidad institucional de Argentina es evidente. Un país en el que se discute todo el tiempo sobre la conformación de la Corte Suprema, en el que hay permanentes injerencias en la justicia, en el que las leyes se hacen y deshacen, en el que es difícil seguir el día a día de las alianzas políticas, es un país con muy poca previsibilidad. Y hay mucha evidencia, incluyendo la que aportan Acemoglu y Robinson, que ese contexto atenta contra la inversión y las perspectivas de crecimiento, y por lo tanto contra la posibilidad de bajar la pobreza.

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